Esta mujer de Rafelbunyol se puso a hacer mascarillas en la pandemia para regalárselas a policías y bomberos, y ahora, cuatro años después, vive de bordar mil parches al mes para diferentes colectivos de toda España
VALÈNCIA. Paqui Pedro era una de tantas personas que pensaba que trabajar era un rollo. Un mal necesario. Y se revolvía cuando leía una de esas frases de azucarillo tan repelentes. «Elige un trabajo que te guste y no volverás a trabajar en tu vida». ¡Anda ya! Por eso un día lo dejó todo y se puso a cobrar el subsidio para mayores de cincuenta y dos años. No aguantaba más. Paqui, entonces, se compró una modesta máquina para bordar. Necesitaba un entretenimiento en su nueva vida. Hasta que llegó la pandemia. Durante el confinamiento, al ver que había escasez de mascarillas, se encontró un vídeo que explicaba cómo fabricar una. Compró tela TNT (tejido no tejido) y se puso a hacer mascarillas para diferentes colectivos. Un día vio en las redes sociales que la Policía Nacional de Gandia no tenía esta protección contra la covid y se puso manos a la obra. Su marido, Lucio, la vio trabajar y le hizo una propuesta: «Paqui, ¿por qué no le añades la bandera de España que llevan los Nacionales?». Y lo hizo.
Aquello le cambió la vida. A través de las redes sociales, miembros de otros cuerpos le pidieron algo parecido. Y aquello se disparó. Al final de la pandemia, Paqui había hecho, o, más bien, había regalado, ocho mil mascarillas. Un confinamiento consagrado a la solidaridad. Aún no había acabado 2020 y recibió una propuesta que no esperaba. Los bomberos de El Barco de Ávila le pidieron un parche. Ella no había hecho ninguno y no tenía ni idea de cómo se hacían. Pero, como no dejaban de insistirle, pensó en una solución. «Les pedí un dineral, siete euros por parche, cuando lo normal son cinco, y así seguro que me dejaban en paz. Pero al día siguiente me habían encargado ciento cuarenta parches…». Sin darse cuenta, estaba eligiendo el oficio que iba a hacer que no volviera a trabajar en su vida. Les tuvo que cobrar casi mil euros por el encargo y eso le dejó mala conciencia. «Los bomberos habían pagado porque habían querido, pero a mí me quedó la sensación de que les había cobrado más de lo que tocaba, así que, en cuanto pude, les compensé».
Ahora Paqui Pedro se pasa el día en un espacio que tienen ella y su marido en el terrado, acotado y cubierto, como si fuera un loft, donde hace los parches para colectivos de toda España. Tanto le gusta que está trabajando un festivo. Tiene muchos encargos y necesita aprovechar cada día. Al fin es feliz en el trabajo. Y, encima, es su jefa. Paqui, a excepción de esos pocos años que pasó cobrando la pensión, lleva toda la vida en el tajo. Su padre murió de un cáncer cuando ella tenía solo tres años. Aquel hombre era fotógrafo y su mujer heredó el negocio. Una madre que se deslomó por sacar adelante a sus tres hijas. Hacía de fotógrafa y limpiaba en varias casas para salvar económicamente a su familia.
Paqui tuvo que dejar los estudios y sus sueños a los catorce años para ponerse a trabajar. Al principio entró en un almacén de Foios para ganarse un jornal colocando las naranjas en la cajas. Un trabajo rutinario que no le decía nada. Pero, más adelante, su madre, al ver que sus hermanas no querían seguir con el negocio de la fotografía, obligó a la pequeña, a Paqui, a ser la persona que iba a las bodas, las comuniones, los bautizos y todas las celebraciones que se hacían en Rafelbunyol. «Si tú preguntas en el pueblo por mí, te dirán que soy Paqui la fotógrafa. A mí me hubiera gustado estudiar. Hacer peluquería. Pero no se podía. Hacía falta el dinero en casa y me tuve que poner a trabajar».
Esta mujer de Rafelbunyol estuvo muchos años disparando con la cámara fotográfica. A disgusto. «La verdad es que nunca disfruté con este trabajo». Luego encontró otro empleo en Mercovasa, en El Puig: «Trabajaba allí por las noches facturando y cobrando, y por el día hacía las fotos. En 2003, dejé mi trabajo como fotógrafa porque estaba harta. A mi madre no le sentó muy bien, pero yo descansé mucho. Hasta ese momento no estaba pudiendo disfrutar de mis hijos».
A su espalda, colgado de la pared, hay un retrato de cuando Paqui tenía dieciocho años. De blanco. Muy formal. «Me la hizo mi madre». De 2003 a 2019 estuvo en Mercovasa. Otro trabajo sin gracia. Papeles, una calculadora y un horario que cumplir a rajatabla. Hasta que se cansó también de ese empleo como contable y se puso a cuidar a su madre. Paqui prefirió una pensión y dejar de trabajar a los cincuenta y cuatro años, después de cuatro décadas sin parar. Y tenía pensado estar así el resto de su vida. Con la paga que le daba el Estado y lo que ganaba su marido, tenían de sobra. Hasta que llegó lo de las mascarillas y se puso a fabricar ocho mil unidades. «Aprendí en internet y, al principio, me salían fatal, pero fui mejorando y, al final, les daba la forma que quería y todo. Le hice a la Guardia Civil, a la comisaría de la Policía Nacional en Zapadores, para los jueces de Gandia, los militares de Bétera… Venían a recoger los encargos a la puerta del edificio y parecía que estuviéramos trapicheando. Regalé más de ocho mil mascarillas. El Ayuntamiento de Rafelbunyol me dio un premio y todo por ser tan solidaria. El alcalde me pedía de vez en cuando y yo les iba haciendo».
Al principio era una ayuda más modesta, pero luego llegó aquella primera banderita bordada en la mascarilla y todo se multiplicó: «La gente lo vio y todo el mundo lo quería. Así que empecé a cobrarlas a tres euros. Solo las que llevaban algo bordado. Me pasé toda la pandemia en esta mesa con mi suegra. Pilar me cortaba la tela y yo hacía la mascarilla. Al menos estuve entretenida». Y después, aquel primer parche para El Barco de Ávila. Ciento cuarenta bomberos satisfechos. Otros parches. Otros clientes. Y, al fin, una persona que era feliz con su trabajo. Así que renunció al subsidio y se dio de alta como autónoma. Su empresa ya tiene nombre, MTAM (Mis Trabajos A Mano), y Paqui puede decir ahora, casi cuatro años después, que es bordadora a tiempo completo.
Aquella primera máquina para bordar, de un hilo, se le quedó corta. «Fue un capricho que me di, por mil ochocientos euros, para pasar el tiempo». Pero en cuanto se metió en el negocio de los parches, se gastó siete mil euros en una máquina de nueve hilos. Y cuando vio que se le empezaban a ir de las manos los encargos, sacó diez mil euros más y se compró su tercera máquina, una de quince hilos que hace virguerías. «He invertido mucho dinero. También me compré maquinaria para hacer camisetas y estampar tazas. Veo las posibilidades de mi negocio y, si no supiera que mis hijos no van a seguir con esto, invertiría más todavía. Pero uno es arquitecto y el otro programador y no tienen intención de ponerse a bordar».
Paqui maneja ya un volumen de negocio considerable. Las máquinas están a pleno rendimiento toda las horas y fabrica entre cuarenta y cincuenta parches al día. Unos mil al mes. «Al principio aprendí por internet, pero ahora ya tengo más ayuda. Mario, un chico de Madrid, me diseña los dibujos. Otro chaval, Julio, que es de México, me ayuda a hacer los ‘picajes’, unos puntos para que la máquina tenga una guía y pueda bordar el diseño». A Paqui le apasiona contar lo que hace. «Ahora sí disfruto con lo que hago», concluye esta mujer que tardó medio siglo en encontrar la ocupación que le hace feliz.
Muchos de los parches que ha hecho, los modelos, los tiene colgados en una pared del cuarto que hay al fondo. En medio de todos ha puesto una imagen de la Mare de Déu del Miracle, la virgen del pueblo. Fuera de ese cuarto, en otra pared, hay una fotografía en blanco y negro de un pastor alemán. Era Baroc, un perro que tuvieron ella y Lucio en los años noventa. «De cuando éramos jovencitos». Ahora tienen un par de Yorkshire, que se llaman Rulo y Aiko y que Paqui dice que son dos «pellejos». Uno se pasa la mañana con ella mientras borda y se ha hecho una camita en un capazo que tenía Paqui para guardar la ropa. El otro, que es más joven y más independiente, solo sube al terrado cuando escucha la cafetera, porque sabe que, si va, siempre le cae una galleta.
Ya es una experta bordadora. Ha hecho más de doscientos tipos de parches. «Tengo clientes por toda España y también he hecho envíos a Escocia, Noruega, Portugal… Me conocen gracias a las redes sociales, a mi cuenta de Instagram (@mistrabajosamano). Esto me encanta, aunque me tiro muchas horas aquí arriba. Y la gente me manda mensajes para felicitarme cuando recibe el parche. No paro. Sobre todo trabajo para colectivos como bomberos, policías, guardias civiles… Ahora acabo de hacer quinientos parches para los cuerpos de bomberos de toda Canarias. Y me he inventado otro tipo de parches. Se me ocurrió hacerles uno a los bomberos de Daroca para recoger la tela que les cubre la nuca por debajo del casco. He hecho un parche personalizado, con su nombre, para recoger esa tela. Se lo hice a uno y, al momento, todos querían otro con su nombre. De esta forma, van todos identificados en un incendio. Así funciona mi negocio: se va corriendo de boca en boca y cada vez tengo más clientes».
Ahora ya le cobra a todo el mundo, aunque todos los años se le ocurre alguna forma de ayudar a la gente. Como hace dos años, cuando ocurrió una desgracia. En octubre de 2022 tuvo un accidente mortal Santiago Durán, un joven que pilotaba aviones para combatir los incendios (su marido, Lucio, es el coordinador de la flota de aviones contra incendios en el Este de España). Este piloto había acabado la temporada de verano en Galicia y regresaba en su avioneta a Andalucía cuando se metió en una tormenta que le costó la vida. «Se me ocurrió hacer un parche, cobrarlo a seis euros y que cinco fueran para la mujer de Santi y sus dos hijos». Y como Santiago Durán tenía la costumbre de regalarles a sus niños una camiseta todos los años, ahora se encarga Paqui de esta tradición y se las envía. «No sé, yo soy así. En este caso es porque sus dos hijos me recuerdan a mí, que me crie sin padre», reflexiona.
Mientras cuenta su historia, las dos principales máquinas bordadoras, la de nueve y la de quince hilos, no paran de funcionar. Tiene un encargo potente, de quinientos parches, y por eso ha decidido trabajar un festivo. Pero, ya se sabe, el que trabaja en algo que le gusta no está trabajando. Ella lo sabe bien, que se tiró medio siglo a disgusto. Por eso no le ha importado que uno de sus hijos haya decidido dejarse el trabajo un par de años para sacar un videojuego. Porque se sabe de memoria la frase azucarillo y entiende que es mejor estar en algo que te haga feliz al mejor de los jornales. Ella así lo siente, y por eso cada mañana sube hasta el terrado, prepara un café, pone música aleatoria y se lanza a bordar.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 122 (diciembre 2024) de la revista Plaza