Al borde de los ochenta años, el artista valenciano que más ha conquistado el mundo sigue con la obsesión de conseguir la pieza perfecta. Lo hace desde el centro de su universo amplio: la vieja morería de Mislata
25/03/2024 -
VALÈNCIA. La casa de Miquel Navarro está en un sistema urbano perfectamente definido. Es la vieja morería de Mislata, la zona cero. Donde están las casas cristianas, sobre una trama ancestral. Quien mire la obra de Navarro muy por encima se sorprenderá de que un artista fascinado por la ciudad, por todos los elementos que caben en ella, viva a pocos metros de donde nació, en un entorno con una personalidad agrícola que, todavía ahora, se sospecha. La Mislata del primer Navarro apenas tenía 1.500 habitantes. Ochenta años después son 45.000 y su municipio resulta un continuo de la ‘Gran València’.
En cambio, si se mira de cerca al escultor, las piezas encajan y se entiende a la primera qué hace un artista de vocación muy urbana en unas calles definidas por la vida anterior.
Basta con tomar de la mano al Miquel Navarro que es con el que fue. El único artista español vivo con obra en la Colección Unesco (integrante junto a Picasso, Tàpies, Miró y Chillida). El protagonista en el Guggenheim de Nueva York al despuntar los ochenta. El premio Nacional de Artes Plásticas (1986). El de Minerva paranoica en el Palacio de Cristal de Madrid. El de Fraternitat, en Barcelona. El de Miquel’s World, su mundo en el Chicago Cultural Center. El miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. El del Casco industrial en Bilbao y el Andarín, en Gijón. El del Parotet y La Pantera Rosa (que no era rosa ni se llamaba así) en València. El del Mérito Cultural de la Generalitat Valenciana. El de Una urbe en tus manos de Jordania, Líbano y Taipei. El del retablo en la Catedral de Burgos. El de Boca de Luna en Bruselas y el de la expo individual en el George Pompidou: Voyage dans la ville: Sous la lune II. El del IVAM y el de l’Almassil, en la plaça Majorde Mislata, donde la bienal y la fundación que llevan su nombre.
Todo ese Miquel Navarro es un presente distribuido en décadas. Y difiere lo justo con el Miquel Navarro que fue. Antes de artista, un estudiante sin recursos, un collidor, un buscavidas con afán: vivir de sus manos. Antes que Miquel Navarro, un niño a lomos del tranvía Mislata-València, atravesando bancales camino a una promesa: la ciudad. La del Micalet le impresionó más que la de Manhattan, básicamente porque fue la primera. Y desde entonces, camina en ese tranvía: en movimiento hacia la fascinación de los sistemas urbanos, pero sabiendo que ese tránsito siempre tiene billete de vuelta. Su casa, su barrio, su pueblo.
Al poco de acabar la entrevista, para las fotos, se funde con la miniatura de su escultura más azul y hay una pequeña revelación en esa imagen: sus esculturas públicas, que crecen como tallos, son su manera de encaramarse a las alturas y entender esa disparatada distribución de humanos llamada ciudad. De fondo ladra Pino, su perro jack russell, que también tiene nombre en altura.
Navarro dirá que solo quería plasmar con sus manos el deseo. Lo hacía con arcilla. A unos metros de donde lo hace ahora, convirtiendo sus moldes en aluminio macizo, matemático, perfecto. Entre medias pasaron algunas cosas. Pero el deseo permanece bien enhiesto. Bordea los ochenta años y, por eso, sobrevuela en la sala la sensación de un artista asumiendo la edad del cuerpo. Con una risotada, tumba cualquier tabú. Es el deseo. Como cuando todo era huerta.
— Vivía en el carrer San Vicent, que abocaba a las acequias y la huerta. Había también industria, todo lleno de chimeneas. Era una estética agrícola-industrial. El agua entrando a los molinos de grano, la maquinaria que se movía con el agua. Ahí es cuando comienzo a tocar barro.
— ¿Con cuántos años comienza a tocar el barro?
— Tendría sobre diez años, o menos. Cuando venían riadas del Turia, ese poso siempre dejaba una arcilla en el fondo. Con eso hacía toboganes, como esos de ese cuadro.
— ¿Ya eran ciudades?
— Creo que era un poco la idea de crear una estructura laberíntica: había muchas piececitas y me gustaba que tuvieran conexión entre ellas.
— La idea del minifundio.
— El tranvía atravesaba toda la huerta. De Mislata al centro de València. Me fascinaba, era fantástico. Por mucho que haya vivido en Nueva York y haya subido al Empire State, todo eso ya venía en los cromos de Nestlé. Lo que me fascinó fue ver València. Eso jamás lo había visto.
— ¿Por qué la ciudad?
— De las ciudades me gustaban los viarios, como los tranvías que conectaban toda la comarca de l’Horta. No hay cosa más universal que lo local. Y no tengo ningún complejo: formo parte de una civilización mediterránea y quizá artísticamente no ha sido Florencia, pero ha tenido momentos muy importantes.
— De los toboganes de arcilla a las esculturas. ¿Cuándo sabe que es artista?
— Me dedicaba a dibujar y, de manera bastante natural, ingreso en la escuela de Bellas Artes. Era el momento de aprender técnicas, pero no consigo acabarla porque muere mi padre y teníamos problemas económicos. Necesitaba ganar dinero. Trabajé en el mercado de abastos, en la huerta de collidor de ciruelos…
— ¿En qué momento eso acaba?
— Yo sabía que quería vivir de mi trabajo. Y una manera de hacerlo era conectar con Madrid, que es donde había mayor relación comercial. Fui a una galería de las más modernas, Boades, y luego pasé a otra más importante, a la Vandrés. Ya había críticos que me habían conocido y me ayudaron. Todavía entonces trabajaba en una fábrica de cerámica, pero mientras tanto hacía mis correrías… Tuve un golpe de suerte, porque a una persona del Guggenheim de Nueva York le gustó mucho mi obra y me llevó hasta allí. La gente me decía «es muy importante exponer en el Guggenheim». «Pues sí, imagino», pensaba yo. Pero cuando llegué a Nueva York es como si la hubiera visto toda la vida. Había un recuerdo a las ciudades medievales. ¿Has visto San Gimignano (Italia)? Allí cada señor feudal levantaba su torre. Ya entonces parecía una ciudad llena de rascacielos. Me recordaba a eso.
— ¿De qué trabajaban sus padres?
— Mi padre era ebanista, pero cuando yo nací ya se había hecho comerciante agrícola, así que no le vi trabajar con las manos. Mi madre trabajaba en casa. ¿Ves esa escribanía de allí detrás? La hizo mi padre. Está muy bien hecha, ¿no?
— ¿Cómo se tomaron ellos que fuera artista?
— Mi madre, que era muy fantasiosa, me contaba que un día estando embarazada de mí se fue al Pilar de Zaragoza y no sé por qué terminó viendo unos cuadros de Goya. Le gustó tanto que se emocionó. Creía que la emoción venía de mí, que ahí me convertí en artista. Esa era la teoría de mi madre.
— ¿Y cuál es la suya?
— Yo era un tipo muy reservado, pero al mismo tiempo muy orgulloso. Fíjate que me creía que el único homosexual que había en el planeta era yo. Pero era mentira, claro. Pero, a pesar de todo, y a pesar de las circunstancias, nadie me ha doblegado. Cuando el deseo ha sido evidente, nunca me he preguntado si era o no pecado. Lo que me gusta o deja de gustarme a mí no era cosa de nadie. No tenía que ir a confesarme. Es como soy. Por tanto, mi obra debía ser reflejo de mi psicología, de mi autenticidad. Yo nunca he traicionado mi sentimiento.
— ¿Cuándo supo que su obra le correspondía?
— Esa primera estructura urbana, La ciutat (1973-1974), me permite unir el juego de infancia con el elemento fantástico, junto con una escultura que aterriza sin pedestal. Conforme ha ido pasando el tiempo, me he ido dando cuenta de la importancia que esas representaciones tenían para muchas civilizaciones. Por ejemplo, en los entierros, los faraones recreaban las ciudades y sus vidas en un tipo de figuración escultórica… Llevamos mucho tiempo haciendo estas cosas. Todo eso tiene un sentido.
— Nueva York, el Guggenheim… ¿qué cambió en su trabajo?
— Ahí es cuando me digo: «¡No te puedes confiar!» Podría haberme dejado llevar, pero no soy tonto, hay que trabajar. Yo, todos los días del mundo, he trabajado. Tengo una disciplina, un horario. Es una enfermedad si tú sueñas que eres un buen artista. Sobre todo, en aquella época, me planteé la importancia y la necesidad de aprender casi todas las técnicas. Tras el Guggenheim, trabajé principalmente con materiales refractarios, que voy cortando como si fueran piedras. Y ya estaba trabajando en construcción de grandes piezas, como el Parotet o La Pantera Rosa. Las hago siempre geométricas, para que ninguna mano pueda modificarlas. No deben ser interpretables, sino que deben ser matemáticas.
— ¿De dónde nace el interés por levantar esculturas en el espacio público?
— Siempre me ha interesado mucho el elemento del obelisco, la Italia renacentista donde la escultura está incluida en el urbanismo. También las fuentes, el tratamiento del agua. Las esculturas públicas son indicadores que contribuyen a contar la ciudad. Cuando me encargaron La Pantera Rosa, conmemoraba el agua que venía del Xúquer. Pero es también un respiradero de agua, pero además, con ironía le rompo la puntita y la convierto en un mosquito.
— Su primera gran escultura en València.
— Es un poco surrealista, con algo de constructivismo ruso y también un poco de pop. En mi casa yo hacía fuentes, con unas barquitas las ponía en las plantas y surgía un surtidor. Lo estoy descubriendo con el paso del tiempo. En casa no teníamos ducha, teníamos un corral, y con una regadera nos duchábamos. ¡Era nuestra Pantera Rosa! [Sonríe ampliamente].
— ¿Qué es lo más emocionante de ver cómo la miniatura se hace realidad con veintitrés metros de altura?
— Ver cómo se relaciona con la arquitectura. Para ello hay que estudiar muchas veces la relación con el entorno. Es muy importante que no avasalle, debe existir un equilibrio. Una vecina de una finca, el día de la inauguración, me suelta: «No le da vergüenza haber hecho ese monstruo». Yo me callé, pero alguien a mi lado le dijo: «Oiga, el monstruo es donde usted vive».
— Después, el Parotet.
— El Parotet no es exagerado. Caminé muchas veces a su alrededor. Le tomé medidas a la ciudad. Con la vista te puedo decir la medida que hay de allí a aquí. Sabía que podía llegar hasta ese punto de la Torre de Francia, pero no más.
— Han pasado más de veinte años y…
— Y ahí está. Me provoca un sentimiento abismal y fantástico. Sin ser un elemento arquitectónico, siempre me curo en salud. Hay unas planchas que si un camión se estampa contra esas piezas, el camión se queda empotrado. Prefiero ganar menos pero que esté bien hecho.
— ¿Qué hay de las sospechas fálicas de sus grandes esculturas? ¿O son un reflejo de las soledades?
— Un faro es un símbolo fálico, pero también es un elemento metafísico que hace referencia a la soledad. Pero son interpretaciones. Lo importante es el deseo. Y eso que yo nunca he sido pornográfico, aunque igual un día… [Vuelve a sonreír].
— ¿Qué tipo de deseo?
— El que me reafirma como persona. Como individuo que tiene una definición sexual.
— ¿Y cuál es su deseo artístico ahora?
— Materiales como ese aluminio macizo. Yo lo hago con barro, luego saco medidas y hay un cerebro que va cortando. Es increíble. Hay cosas más modernas, pero yo utilizo las que me garantizan que son pura exactitud. Es de aluminio marino, tiene una solidez tremenda. El modelo queda perfecto, nadie me lo varía.
— Su fundación prepara un museo de esculturas al aire libre en Siete Aguas… pero, a la vez, está previsto un proyecto eólico con diez molinos de viento a su alrededor.
— Siete Aguas es el lugar al que voy todos los fines de semana. Un sitio perfecto para que las esculturas estén junto a la tierra. Allí nadie mata a un animal. Pero no estoy preparado para hablar de los molinos.
— ¿Todavía quiere ser farmacéutico?
— Considero que trabajo en un laboratorio. En mi obra he hecho muchas farmacias. Tiene que ver con el remedio. Mis cactus tienen que ver con el dolor, y mis farmacias con el remedio.
— ¿Qué quiere hacer los próximos años?
— Estoy con el collage. Me paso la noche dándole vueltas. Pero, cuidado, no es que sueñe con que resuelvo la pieza. Lo que hago en sueños es apuntar que tengo que resolverla. Y me levanto y trabajo.
— ¿Se queda en Mislata?
— Yo he vivido en Nueva York, en Chicago, en París, en Bruselas… Pero no soy un paleto. A mí no me engañan. Yo a los palacios subí y a las cabañas bajé. En Chicago me propusieron un apartamento y una fábrica antigua, para vivir. Pero allí no hay buganvillas.
Esculturas de azul y rojo
La Pantera Rosa (1984), primero, y el Parotet(2003), después, son los principales vínculos del escultor con València. Los cerca de veintitrés metros de altura de una, y los cuarenta y seis metros del otro muestran algunas de sus obsesiones fundacionales: el agua, los insectos, los entornos agrarios e industriales, las alturas, lo urbano… Si Navarro soñaba con levantar grandes esculturas, a la manera de cómo los obeliscos son indicadores narrativos de las ciudades, sus dos iconos —en la plaza de Manuel Sanchis Guarner y frente a la Torre de Francia— son también un reflejo de cuando en las ciudades irrumpen los cambios, las nuevas perspectivas; un recordatorio de cómo una ciudad viva está cambiando su hora constantemente.
La Pantera Rosa, más allá del divertimento de sus elementos y la apertura de la interpretación (Miquel Navarro parece crear señuelos para que juguemos), es un icono propio de la transformación democrática de València, su vínculo con una transición en marcha.
Encargada por Aguas Potables, y con una marcada simbología hídrica, durante unos cuantos años ha sido una escultura definida a partir de una doble falsedad. Ni se llamaba la Pantera Rosa ni era rosa, color con el que se repintó en 2014 para celebrar su treinta aniversario. Sobre el nombre —originalmente Fuente pública—, Navarro celebra la apropiación ciudadana, que llevó a que se conociera con la denominación de su uso común: «Se lo pusieron unos niños. Ellos la hicieron propia. ¡Eso es fantástico! Aunque con el Parotet ya no me pillaron… me adelanté».
El del color fue un asunto más propio de la metonimia. A la tonalidad por el nombre. Aunque nunca fue ni se planteó rosa. «Su color siempre ha sido el rojo óxido», insiste Navarro. En 2018, volvió a recuperar su cromatismo, en una demostración de la importancia silenciosa de las grandes esculturas.
El azul del Parotet nunca ha estado en duda. Aunque sí su mantenimiento. Regalada a la ciudad para conmemorar el 135 aniversario de la Obra Social Bancaja, tras años en espera, y en desgaste, se ultima la recuperación de su azul original. El paso del tiempo fue opacando el color, aunque no su centralidad como núcleo público, tan grande que tendió a resultar invisible, por cotidiano. «Que no avasalle», se encarga de proporcionar Navarro.
De rojo y de azul, las 193 toneladas que suman entre las dos esculturas dan talla a una València que requiere de pesos firmes cuando se pone a mirar a lo alto.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 113 (marzo 2024) de la revista Plaza
El inclasificable artista, alemán de origen —y carácter—, se hartó de trabajar en una multinacional y convirtió el aburrimiento de su jornada laboral en fuente de inspiración para sus creaciones