Un paisaje volcánico da cobijo a encantadores pueblos de piedra y a bosques en los que las hayas miran al cielo y dejan un paisaje de ensueño
VALÈNCIA. A veces nos empeñamos en mirar hacia otros países cuando tenemos rincones increíbles en la península ibérica. Lugares en los que escapar de la rutina, conectar con los duendes del bosque —sobre todo en otoño— y descubrir pueblos que llevan a otros tiempos. Uno de esos rincones es La Garrotxa, situada al noreste de Cataluña, en la provincia de Girona. Un paisaje que, al verlo, casi semeja una estampa suiza: largas extensiones de prados salpicadas por masías y el anuncio de pequeños pueblos que parecen pedanías. El amarillo y una paleta de ocres tiñen las hojas de los árboles y un manto marrón cubre parte de las carreteras. En esa planicie emergen antiguos volcanes, hoy forrados de bosques tan frondosos que cuesta adivinar que este lugar, antes, estaba cubierto de magma o que no se tratan de ‘simples’ montañas.
Estoy en el Parque Natural de la Zona Volcánica de La Garrotxa, que se extiende a lo largo de quince mil hectáreas en la comarca de La Garrotxa. Un área conocida por su excepcional relieve volcánico, resultado de erupciones que ocurrieron entre 11.000 y 700.000 años atrás. De hecho, el parque alberga más de cuarenta conos volcánicos y veinte coladas de lava. Recorrerlo en su conjunto, en una escapada larga de fin de semana, se me antoja complicado, así que en estos días conoceré la Vall d’en Bas y los conos volcánicos de Santa Margarida y el de Croscat.
Al bajar del coche, el olor a aire puro llena mis pulmones. Estoy en Las Preses, uno de los municipios de la Vall d’en Bas. Hace frío, aunque, seguramente, no tanto como antaño. Me resguardo al calor de la chimenea, que pronto comienza a calentar la casa. El fuego, el humo y ese caliu me llevan hasta el día siguiente.
Hoy toca preparar la mochila con una cantimplora, unos bocadillos —y fuet, por supuesto— y algunos frutos secos, y ponerla sobre los hombros para comprobar, con mis propios ojos y andando, si es cierto que el Parque Natural de la Zona Volcánica de La Garrotxa es uno de los tesoros naturales más impresionantes de la península ibérica. Para ello cojo el coche y me dirijo hasta la zona. No me puedo creer que haya probado hasta en tres aparcamientos para encontrar sitio. Al final, lo he dejado en el del volcán Santa Margarida (cuatro euros el día). Allí mismo comienza el sendero que discurre por un manto de encinares y árboles de hoja caduca que dejan una paleta de colores que va del amarillo al ocre. Una densa vegetación que oculta los elementos rocosos fruto de las erupciones. Solo la negrura de la tierra que piso me da una pista de que estoy ascendiendo la ladera de un volcán. Sin embargo, al prestar atención al entorno, me doy cuenta de que hay piroclastos, rocas volcánicas acumuladas tras las explosiones.
El camino hace bajada y llego al cráter, de cuatrocientos metros de diámetro, y donde se sitúa una ermita. Sí, a mí también me sorprende. Se trata de la pequeña ermita románica Santa Margarida de Sacot, cuyo origen se asocia al encuentro de una talla de la santa que da nombre al entorno —la original se encuentra en el Museo Dioscesano de Girona—. El templo que hoy vemos es una reconstrucción, pues el original, del s. XII, quedó destruido tras los terremotos que azotaron el terreno en el s. XV.
Ahora toca ascender, para ver la ermita en ese prado y rodeada de bosque. Por alguna asociación extraña me acuerdo del cráter del Ngorongoro en Tanzania. No hay animales, pero sí personas que desde aquí parecen hormigas. Recordando aquellos días por África sigo la senda. Música clásica llama mi atención. Viene de la fábrica de yogures La Fageda que, desde hace años, pone un hilo musical para el bienestar de las vacas. Sigo mi paso y poco a poco me adentro por La Fageda d’en Jordà, un hayedo que, al estar en la colada de lava del volcán Croscat, pudo prosperar.
Miro al cielo, donde esas hayas se dirigen en busca del sol. No llega hasta la tierra, húmeda y repleta de las hojas que han ido cayendo estos días. Hay gente, pero no tanta como pensaba que habría cuando llegué esta mañana, quizá porque a esta hora todos están alrededor de una mesa. En una piedra, iluminada por los pocos rayos de sol que entran, me siento. Allí disfruto de la comida. Le doy un muerdo al fuet. ¡Madre mía, lo que echaba de menos ese sabor! Y con mi bocadillo me quedo absorta mirando el paisaje. No me extraña que el poeta Joan Maragall se enamorara de este lugar y le dedicara un poema: «Si vas pels volts d’Olot, amunt del pla, trobaràs un indret verd i profond com mai cap més n’hagis trobat al món: un verd com d’aigua endins, profond i clar...».
El itinerario prosigue hacia el volcán Croscat, el más joven y más alto de la península ibérica (786 metros). Durante años, el cráter sufrió constantes extracciones mineras (gredales) que le dejaron una brecha impresionante. Una cicatriz en la que la vegetación no crece y en la que el paso de los años y el proceso de oxidación ha hecho que hoy tenga tonalidades rojizas y anaranjadas en vez de grises o negras. Desde aquí deshago el camino hasta el coche. Me quedo con ganas de seguir recorriendo esos bosques, pero los días cortos y la brevedad del viaje me obligan a irme para descubrir nuevos rincones.
La Garrotxa es naturaleza, pero también pequeños pueblos de piedra en los que parece que la vida se detuvo hace años. No es así, pues en ellos huele a pan recién hecho, hay colas en las tiendas —especialmente en la casa de embutidos Gori, en Sant Privat d’en Bas—, los niños juegan en las plazas sin miedo a los coches y las terrazas se llenan a las horas de sol. En total, ventiún municipios, doce de los cuales tienen menos de mil habitantes, en los que reconectar con la vida de poble. Por cierto, en Cal Monjo se encuentra la casa que el filólogo Antoni Maria Badia Margarit tenía en Sant Privat d’en Bas; acogió conferencias, reuniones e, incluso, encuentros clandestinos cuando la lengua catalana necesitaba protección.
Uno de esos pueblos que merece la pena visitar es Santa Pau, ubicado en el corazón del Parque Natural de La Garrotxa. Rodeado de campos de colza, su silueta se ve resaltada por el castillo de la Baronía (s. XIII). A su alrededor, y con motivos defensivos, fue surgiendo una pequeña urbe dentro de un recinto amurallado, formando un conjunto medieval de gran valor, como su curiosa plaza Mayor, de trazado irregular, sus callejones y casas de piedra, sus galerías porticadas y su mirador, en el que observar los volcanes y los valles de la zona. Una visita más que recomendada, especialmente si quieres tomar una botifarra con fesols, pues estas pequeñas alubias blancas son DOP (Denominación de Origen Protegida).
Sin embargo, Santa Pau es solo un pequeño aperitivo de la comarca, ya que son muchos más los pueblos que se refugian bajo los volcanes y que, todo en su conjunto, hace de La Garrotxa un lugar único y muy especial. Tanto que estoy segura de que no tardaré en volver.
Es una de las postales más icónicas de La Garrotxa, pues el pueblo se encarama sobre dos coladas de lava superpuestas a cincuenta metros de altura y casi un kilómetro de largo sobre el río Fluvià. Un pequeño pueblo de casas de piedra, calles empedradas y una iglesia, la de San Salvador, como principal monumento.
Sus orígenes se remontan al siglo XVIII, cuando se construyó un pequeño hostal en la carretera que va de Olot a Vic. Con el tiempo, a su alrededor, se fueron construyendo casas y masías. Su casco antiguo conserva la fotogénica calle Teixeida, con balcones de madera llenos de geranios en flor, especialmente en verano.
Cómo llegar: En coche. Desde València, son 456 kilómetros, unas cinco horas. Consejo: Si te gusta el embutido, ve a la pequeña tienda de can Gori, en San Privat d’en Bas, pues los elaboran de manera tradicional. Eso sí, lleva efectivo, porque en el local no hay ni internet ni wifi.
Web de interés: es.turismegarrotxa.com
* Este artículo se publicó originalmente en el número 122 (diciembre 2024) de la revista Plaza