VALÈNCIA. Salud, paz y lluvia del cielo. Una petición que se repite atravesando generaciones y montañas, un ruego que obsesiona a las personas desde que el mundo es mundo. Las necesidades más básicas del ser humano se ponen en juego en la madrugada del último viernes de abril hasta la noche del día siguiente, entre Les Useres y Sant Joan de Penyagolosa, en el abrupto interior castellonense. Un desafío para el cuerpo y el alma. Individual y colectivo, en soledad acompañada. Rodeado de semejantes, pero rabiosamente a solas, frente a frente con un espejo tan invisible como cierto.
El santuario de Sant Joan, dedicado al Bautista, es el destino al que se dirigen los pasos de los pelegrins, el lugar solo imaginado en la madrugada, aún noche cerrada, de la parroquia de la Transfiguración del Señor en Les Useres. Desde los cuatrocientos metros de altitud, los participantes en la peregrinación pasarán en pocas horas a rozar los 1.400, cerca de la cima del Marinet, ya en el término de Vistabella, donde se inicia el último descenso del primer día. Pero, hasta allí, el sendero es largo como una vida repleta de alegrías y dificultades. En el corazón de los peregrinos, late la irresistible fuerza que ejerce ese «polo de atracción mágico-religiosa» que es el macizo de Penyagolosa, como lo define uno de sus estudiosos más constantes, Álvaro Monferrer.
Nadie sabe a ciencia cierta en qué momento del pasado se inicia la historia de la peregrinación, pero los investigadores coinciden en apuntar a la cristianización de ritos anteriores, que se pierden en la noche de los tiempos. La ruta entre L’Alcalatén y el Alt Maestrat está repleta de ingredientes capaces de saciar la sed de los amantes del esoterismo y, de hecho, no es infrecuente encontrarlos entre los acompañantes de los peregrinos.
El grupo esencial, el de los pelegrins, está compuesto por doce hombres y un guía, que avanzan por la montaña acompañados por tres cantores, otros tantos clavarios, el capellán y el representante del Ayuntamiento de Les Useres. Abocados al voto de silencio durante la ruta, los trece lucen barba y visten una vesta o túnica azul oscuro, con esclavina y cinturón de cuero negro. La estampa se completa con un sombrero negro de alas caídas, gruesos rosarios al cuello y la cruz en el pecho, o bien colgados a la izquierda del talle. Su presencia, en conjunto, simboliza al pueblo que acude a rogar a la divinidad, cumpliendo una promesa hecha por las generaciones anteriores. La metáfora del número remite a Jesucristo y sus apóstoles.
Sus bordones de madera son lo primero que se escucha al alba del viernes, cuando asoman uno a uno, con parsimoniosa solemnidad, por la puerta de la parroquia userana, y dan sus primeros pasos sobre la hiedra dispuesta por el vecindario en las calles. Se entremezcla su sonido con el de la campana que los recibe con un rigor que anuncia la dureza del camino, como una sentencia anticipada. A las puertas del templo, cientos de personas asisten atónitas a un silencio autoimpuesto, un silencio denso que casi puede palparse en los gestos adustos de protagonistas y público desde la salida del guía. Este lleva rosarios a ambos lados y su bordón, de forma troncocónica, está agujereado de un lado a otro. Siempre va delante, como autoridad de la peregrinación.
El ritual del silencio
Campana, bordón… y canto. El gregoriano del O vere Deus parece escrito para resonar entre las cumbres y en los valles, en la inmensidad de la naturaleza, para que el Creador escuche la plegaria incesante y la replique en los pliegues de cada roquedal. Aún en el pueblo, a las ocho en punto, las voces estremecen al rasgar la madrugada, como presagio de sufrimiento y, con él, de redención. Primero, el Exsurge Domine y la letanía de los Santos hasta la invocación Sancta Maria, aún dentro de la iglesia. Tras un instante de silencio, el O vere Deus anuncia el inicio de la peregrinación. Desde la salida de la iglesia, el cantor mayor lleva la cruz y permanece en el centro, mientras sus dos compañeros le flanquean con faroles. Sombrero negro de fieltro sobre sus cabezas, ataviados con roquetes blancos sin mangas, los cantores se eligen entre los adolescentes, y los elegidos tienen asignada una función adicional: vigilar que nadie moleste a los peregrinos, con quienes comen y junto a los cuales cantan la absolución, bajo la dirección del cantor mayor, cuando las càrregues acaban de comer.
Este grupo, formado por veinticinco personas, es el que asegura el abastecimiento de todo lo necesario para el peregrinaje. El depositario, tres cocineros, un ayudante de los cocineros, otro de los cantores y nada menos que diecinueve portadores de caballerías. Se responsabilizan del transporte de los alimentos para personas y animales, además de utensilios necesarios para cocinar y comer. Además, obviamente, dirigen las caballerías de la peregrinación. Tras escuchar la primera eucaristía del viernes, a las seis de la mañana, se avanzan unos cientos de metros para esperar a los trece pelegrins a la salida del pueblo.
Entre los componentes de la comitiva se encuentran también los clavarios, que se encargan de las captaciones durante todo el año, y de cubrir personalmente con sus aportaciones lo que pueda quedar pendiente. El cargo es anual y voluntario. Se les distingue a la salida y a la llegada de la peregrinación por vestir capa y portar un cirio en la mano. Durante la ruta, solo uno de ellos acompaña a los peregrinos, y se turnan cada dos estaciones de las seis en las que se divide el camino. Junto con el depositario, precediendo a los peregrinos, distribuyen en Xodos y Les Useres el pan, la fogassa de Sant Joan, bendecida el jueves anterior.
El capellán es portador del relicario y viste roquete, estola y capa pluvial morada en las procesiones de entrada y salida. Con un sombrero como el de los peregrinos, avanza entre los cantores y los clavarios. Además de sus funciones litúrgicas, preside las comidas de los peregrinos y oficia como consiliario de la peregrinación y, por tanto, tiene facultad para poder hablar con los peregrinos si estos lo requieren.
El elenco de personajes se completa con la representación municipal, que debe llevar copias de los oficios enviados a los ayuntamientos de Llucena, Xodos y Vistabella, por los que pasa la peregrinación. Por lo demás, tiene asignada la misión de resolver cualquier conflicto. Con capa y sombrero, camina tras los clavarios y dispone de montura propia si lo precisa. Cierra la comitiva los promeses, seis hombres que cumplen algún voto particular y deben hacer un donativo. En la procesión de entrada llevan capa, sombrero negro y un cirio encendido como los càrregues.
Tras la procesión de salida de Les Useres, en el paraje conocido como el Filador, los peregrinos se calzan y emprenden los alrededor de 35 kilómetros que componen cada jornada, dividida en seis estaciones. Conmueve pensar en la sensación de los hombres que se aprestaban a recorrer tan largas distancias en siglos pasados, tan distinta de la que debieron experimentar, hace solo unos días, Eric Prades, Sergio Saborit, Óscar Valera, Alexis Velasco, Joaquín Cuevas, Alejandro Mateo, Carlos Escrig, Juan José Palanques, Héctor Museros, Juan Julián, Santiago Quiroga, Joan García y José Vicente Bermúdez. Y es que la peregrinación ha pasado, en solo unas décadas, del recogimiento íntimo a convertirse en todo un fenómeno de masas que, cada año, atrae a una multitud de personas, una comunidad plural en la que cohabitan quienes siguen viviendo el recorrido como un camino de fe en busca de la paz espiritual, los que se adentran en él como una vivencia iniciática, deseando un reset en sus vidas, y quienes sencillamente disfrutan de la naturaleza como senderistas que quieren explorar nuevos rincones de la provincia de Castellón.
Reconocimiento oficial
Reconocida con la protección oficial como Bien de Interés Cultural Inmaterial desde 2016, la deElsPelegrins de Les Useresha pasado de ser, pues, una rogativa de gran tradición en las comarcas del norte de la Comunitat Valenciana a un icono que trasciende lo local para devenir un atractivo con alto valor añadido para quienes aman la montaña, las tradiciones y la exploración de la cultura del lugar como fuentes de felicidad e inspiración para sus vidas. Así lo reconocen distinciones como la de la Generalitat Valenciana al Mérito Cultural, aprobada por decreto en 2004. Y, por si fuera poco, el camino está declarado Monumento Natural del Camí dels Pelegrins, espacio protegido por la Generalitat desde el año 2007. Además, desde 1999, el Sender de la Lluna Plena (GR-33), que une la ciudad de Castelló con la cima de Penyagolosa (1813 metros de altitud) pasando por Les Useres, se convierte, el fin de semana anterior a la peregrinación, en escenario de la gran prueba atlética de la Marató i Mitja, que en solo un cuarto de siglo ha adquirido reconocimiento internacional, contribuyendo indirectamente a difundir la tradición deElsPelegrins.
Nada de ello importa, sin embargo, cuando el camino se endurece, y lo hace muy pronto, al ascender desde el pueblo entre los parajes de La Vilavella y Les Pedrisses hacia La Talaia. Allí, el primer símbolo del camino: se canta un responso por un peregrino muerto, según dicta la leyenda. Primer descanso en La Savina, y hacia las 10 horas, vuelta a la ruta. Superada la Font del Mas de la Vall, vuelven a descansar unos minutos para luego remontar la montaña, desde cuya cumbre se puede divisar Sant Miquel de les Torrocelles con su plaza amurallada y su ermitorio. Las piernas empiezan a pesar cuando, traspasado el barranco de la Font de la Pallissera, el repecho se resiste y los relojes anuncian el mediodía. Ya arriba, los peregrinos acceden al recinto de nuevo descalzos y precedidos de la cruz y de una pequeña imagen del santo anfitrión de esta parada. Tras la misa, el guía empieza a rezar la estación a las cinco llagas de Cristo. Se descansa hasta la hora de la comida, que tiene lugar en la casa del ermitaño. El menú es austero: ensalada de lechuga aderezada con aceite y vinagre, un huevo hervido o crudo, arroz, bacalao en salsa de canela, aceitunas, pan, vino y agua. Tras la comida, los trece besan la mano del sacerdote y, mientras comen las càrregues, se retiran al otro lado de la ermita, en silencio. A las tres, un canto marca la hora de la partida y ahí comienza la tercera estación del día.
Dos horas después, tras un breve descanso en la Font del Mas d'Aicart y en la Carrasca Tallada, siguen ruta y, hacia las cinco de la tarde, se ven las caras con la dureza agreste de la Lloma de Bernat, que se prolonga y puede ser cruel en su longitud si el sol agresivo o la lluvia persistente deciden hacer acto de presencia. Es el inicio de la cuarta estación, pero, tras la subida, espera la recompensa de la vista de Xodos y la promesa de un descenso apacible. Son los contrastes de la ruta, como la dualidad entre la noche y el día, entre la muerte y la vida. La senda baja hasta dejar a la derecha la imponente roca sobre la que reposa el municipio y alcanza la Font dels Possos. Es el lugar indicado para reponer fuerzas y afrontar, hacia las seis y media, la fuerte subida del Marinet. Tras un descanso en su cumbre, la bajada entre pinares deposita a la comitiva a las puertas de Sant Joan, adonde se accede a las nueve de la noche, ya anochecido. Allí, el ritual estremece hasta a las piedras, con el canto atravesando las almas presentes y la noche estrellada. Cumplidos los ritos de la llegada, los trece acceden a la Cova dels Pelegrins, un recinto circular de falsa cúpula, pensado para su descanso. El descanso nocturno es solo relativo: en varias ocasiones deben volver a la iglesia para sus rezos. Es la forma de prepararse para el cénit de la rogativa, que llega al amanecer. Tras la misa De Angelis, se encierran en la sacristía y empieza la ceremonia del perdón: el guía les implora indulgencia y les besa los pies. La tradición dicta que nada de lo allí sucedido y dicho debe salir del lugar.
Al día siguiente, a la una del mediodía, se emprende el regreso. Hasta el pino de los tres troncos, descalzos. Desde allí, el calzado atenúa el cansancio acumulado y les ayuda a llegar a Xodos en torno a las tres de la tarde, tras un descanso en la Font de l’Arxivello. Hacia las 16 horas coronan la Lloma de Bernat y, a media tarde, vuelven a acceder a Sant Miquel de les Torrocelles. Los càrregues ya no se detendrán hasta llegar al destino final, para acudir después a la ermita del Crist de l'Agonia a esperar a los pelegrins. Cerca de las ocho y media, los trece llegan al Corral Blanc, donde descansan un poco y recuperan fuerzas para el tramo final. Hacia las 21:30 horas, tras recoger un farol cada uno, se reencuentran con el tacto de la hiedra bajo sus pies, que les acoge de vuelta a casa.
Las casas les reciben con candiles en las fachadas y la procesión de acogida les devuelve a la parroquia, farol en mano, en el mismo orden y ritual que a la salida. Tras el beso ritual al suelo al entrar al templo, se arrodillan en dos filas a los lados del pasillo central y escuchan el son alegre del Regina Coeli Laetare. La epopeya toca a su fin y los protagonistas se retiran lentamente, quizá pensando en la misa comunitaria y el almuerzo de hermandad del día siguiente, que pone fin a unos días intensos e inolvidables, en los que el pasado y el futuro se dan la mano con el presente, en el que la plegaria se alza tan necesaria como siglos atrás: «Da nobis salutem et pacem et pluviam de coelis».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 115 (mayo 2024) de la revista Plaza
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