Este carpintero de Paiporta es uno de los cuatro artesanos que quedan en España. Él aprendió de su padre y otros compañeros, pero desde 2003 va por libre y le va bien. Ya no se vende casi para bares o salones recreativos, pero mucha gente quiere uno en su nueva casa para marcarle un gol a la nostalgia
19/06/2024 -
VALÈNCIA. Todo está tranquilo en la nave donde Agustín Navarro fabrica sus futbolines. Su hijo dibuja el círculo central con un rotulador blanco sobre una placa de metacrilato mientras él atornilla un jugador azulgrana a la varilla donde se colocan los dos defensas. De fondo suena la música de radio-fórmula que sale de un transistor con algo de serrín por encima. En una esquina, casi escondido, atado con una cadenita, hay un dogo argentino blanco como la nieve con una actitud muy poco feroz. Pero con ese cuello de ‘Valentino’, un cuello digno de Mike Tyson, no hacen falta ladridos para intimidar. Al lado de la radio hay una herradura colgada y, después, un mueble con muñecos antiguos.
Es el taller de Agustín Navarro, la última persona que fabrica futbolines en la Comunitat Valenciana y uno de los cuatro o cinco que quedan en toda España. El carpintero también hacía billares. Uno de los suyos está en casa de Leo Messi. Jan Oblak tiene otro. Y David Villa. Pero el hombre está solo y a sus 55 años no se ve con fuerzas para montar los billares, que son más grandes que los futbolines. Y un buen día dejó de hacerlos. Ahora vive del futbolín. Un mueble de madera con un campo de fútbol de metacrilato y ocho varillas, cuatro por equipo. Una para el portero, una para los dos defensas, otra para los tres centrocampistas y la última para los cinco delanteros. Así es el futbolín valenciano. En otros lugares es diferente, con más defensas y menos delanteros. «Pero aquí es así. Al menos en Alicante y Valencia. Porque de Sagunto para arriba ya empieza a cambiar».
Ahí dentro, en ese taller de La Pascualeta, el polígono industrial que hay en Paiporta, huele a madera. Antes era casi todo de haya, pero últimamente Agustín ha empezado a utilizar más el pino. «Desde hace ocho o diez años he cambiado. La parte de arriba se solía hacer de haya, pero ahora ya no. Ahora lo que hago es de pino, pero un pino bueno que vale más que el haya. Me traen los tablones de una medida determinada sin muchos nudos. Las patas sí son de haya, como la parte del fondo, donde golpea la bola, junto a las porterías, porque es más dura que el pino». El campo, antiguamente, se hacía de uralita. Pero ya casi no quedan de esos. Hace poco le llevaron uno al taller para que lo restaurara. Al artesano le sabía mal desechar la uralita, que le daba el sabor de lo antiguo, pero el dueño quería modernizarlo y le dejó, incluso, algunos jugadores que ahora conserva el carpintero casi como pieza de museo.
Ahí todos son Agustín Navarro. Lo fue su padre y lo es su hijo, un chaval de 24 años sonriente que no estudia ni trabaja, pero que se le ve disfrutar echándole una mano. El titular aprendió el oficio con la camarilla de su progenitor, que también fue carpintero y que murió poco antes de la pandemia. Todos ellos trabajaban en una carpintería de Paiporta que servía a Duguespi, una empresa dedicada a la venta de billares y futbolines que compraba el mueble y lo vendía ya terminado.
Pero todos miraban por su propio beneficio y, un año, el dueño de la empresa de carpintería, Ramón Peris, pensó que si el trabajo lo hacía él, que para qué tener que pasar por otra empresa, que podía venderlos él directamente con una firma que creó adrede: Futper (Futbolines Peris). Eso desató una guerra sin cuartel. «El de Duguespi pilló un gran rebote e intentó fastidiarle de todas las formas posibles», recuerda Agustín sobre aquel enfrentamiento que se produjo a finales de los ochenta. Luego Peris los despidió a todos y entonces Duguespi se los llevó para que trabajaran en esa empresa.
Aquella era una época en la que aún no había pantallas. No había móviles, consolas ni ordenadores. Y en ese momento un futbolín, como un billar o una máquina de petacos, era un gran entretenimiento. Se vendían muchísimas unidades. Algunos meses pasaban de las cien. «Se vendía una barbaridad y trabajábamos a destajo. Salían ráileres y tráileres cargados. Siempre en remesas de 24, 72 o 96 casi siempre».
El negocio iba viento en popa. Trabajaban mucho y se vendía mucho. Pero un día, en un accidente de coche cuando volvían de Salamanca, murieron los dos hijos del dueño que estaban tomando las riendas de la empresa. Y, poco después, el propietario falleció por un cáncer fulminante. «Entonces yo pasé por Motilla y vi a uno que vendía futbolines y le propuse fabricar para él. Y así empecé en solitario. Al final yo ya me compré los moldes para hacerme los muñecos y tenía todas las máquinas y las herramientas para hacerlo yo todo. Dejé de depender de nadie, y hasta ahora».
Aquel salto lo dio en 2003. Desde entonces no le rinde cuentas a nadie. No tiene más jefe que su ambición. Y no, ya no vende, ni mucho menos fabrica, 72 o 96 futbolines cada mes, pero a pesar de haber entrado de lleno en la era digital, Agustín sigue viviendo cómodamente de este producto. Sus clientes han ido cambiando. Ya no le llaman desde bares, pubs o salones recreativos, pero mucha gente se deja llevar por un ataque de nostalgia y le encarga uno. Su hijo, que está escuchando la conversación, levanta la voz para añadir un dato importante: «En los pisos nuevos, a mucha gente le gusta tener un futbolín». Luego, su padre contará que no quiere que su hijo herede el negocio ni que trabaje en esto. «No quiero que esté aquí, porque esto es faena de carpintero, que él no domina, y espero que conserve todos los dedos…».
Agustín, el hijo, tiene 24 y no sabe por dónde tirar. Agustín, el padre, empezó a trabajar a los dieciséis en una empresa con otros doce carpinteros, incluido el abuelo del chaval. Su recuerdo sigue presente en el taller. Sobre todo, por el retrato de aquel hombre que hay pegado en la puerta de un viejo armario, pero también por las máquinas y las herramientas que le dejó a su hijo, un cordón umbilical que les une para siempre. A Agustín le gusta abrir el armario y sacar esos moldes durísimos, hechos con la ballesta de un coche, con los que el primer carpintero de la familia hacía las molduras. Él no las usa. No está para arabescos ni virguerías. Lo suyo es producir a ritmo y hacer bien lo que sabe hacer bien: futbolines.
Tan metido está en ese rol que le cuesta estarse quieto. Antes de empezar la entrevista, al escuchar la sugerencia de que igual lo idóneo sería sentarse los dos un rato, Agustín hace una mueca y comienza a girar la cabeza de un lado al otro. Pega un barrido con la vista por todo el taller y, al final, levanta los hombros y se justifica: «Es que no tengo sillas». Agustín no para y va de aquí para allá por encima de un suelo de piedra algo desgastado.
Bajo la foto de su padre, y al lado de uno de esos calendarios ‘picantes’ de otro tiempo, hay una fotografía que parece de un equipo de fútbol porque salen todos uniformados. Agustín dice que es un retrato de la familia con una camiseta que se pusieron en el pueblo. Allí, en Fuentes Calientes, en la provincia de Teruel, su padre empezó a trabajar con las ruedas de los carros. Luego, con catorce o dieciséis años, como rememora su hijo, se vino a Valencia y empezó a trabajar como carpintero en la industria del mueble. Eran otros tiempos, otra maquinaria, otra forma de trabajar. Agustín señala una de las sierras de su padre y suelta: «El que utilizaba esto raro era que tuviera todos los dedos».
Agustín tiene claro que ahora está haciendo lo que toca. Es uno de los últimos fabricantes de futbolín y vende su producto por toda España. «Estoy muy bien posicionado», dice. Ayer, cuenta, le llevó un futbolín a un cliente. Y el día anterior, otro a otra persona. «Este mes ya llevo dieciséis. Ya no hay salones recreativos, pero sí mucho cliente caprichoso que sigue queriendo jugar unas partidas con los amigos o que simplemente le gusta como objeto de decoración». También hay quien le compra por negocio, para venderlos después mucho más caros.
De Paiporta salen por unos precios que oscilan, según el tamaño y si llevan el mecanismo para las monedas o no, entre los 800 y los 1.200 euros. El día de la entrevista lleva fabricados 56 y explica que pasa de los 100 o 110 al año. De varios tamaños. Eso sí, todos miden lo mismo de alto: 92 centímetros. Nadie sabe el porqué. «Siempre ha sido así y yo los sigo haciendo como toda la vida». Él los monta de seis en seis. Va a cada estantería, coge las piezas y las monta. Cuando se están acabando, fabrica más. Como las patas, que miden 69 centímetros de alto y 9x9 cm de ancho. Lo que no es de madera, lo encarga. «Los muñecos me los hace una persona que tiene unos moldes que le di yo. Igual que hay uno especializado en plásticos que me hace los topes de las varillas con mis moldes. Ojo, que cada vez que voy le pido diez mil piezas».
Llama la atención que casi todos los futbolines tienen un equipo azulgrana y otro blanquinegro. Lo fácil es pensar en un Barça-Valencia, pero Agustín explica su planteamiento: «Antes siempre los montaba unos rojos y otros blancos. Hasta que alguien le preguntó por qué no ponía al Valencia. Por eso ahora casi todos los monto como si fueran el Valencia CF y el Levante UD». Se le supone valencianista, por esto y por los escudos que tiene repartidos por el taller. Un azulejo colgado de la pared y dos pegatinas desgastadas que tienen pinta de llevar años adheridas a la mesa. Pero Agustín dice que los ha llevado la gente, no él. Que él es del Valencia, sí, antes que de otro equipo, del Valencia, pero que no es ningún forofo y que le da igual, en realidad, lo que pase en Mestalla. A él le preocupa lo que le da de comer. Y lo que le da de comer son los futbolines.
Agustín, además de fabricante, también es practicante: «Claro que me gusta jugar. Siempre juego atrás. Menudos zurriagazos le pego a la bola desde la defensa…». Su futbolín lo tiene en el pueblo, en Teruel. Ese, en realidad, no era para él. Pero allí se quedó. Aun así tiene pensado hacerse uno a su gusto. «Uno que tenga los colores del Zaragoza y del Valencia. Porque mi padre era del Zaragoza y yo, del Valencia. Así que pintaré a unos jugadores de blanco y azul y a los otros con los colores de la Senyera».
El carpintero dice que sus futbolines son inconfundibles. Que si está de viaje y un día entra en un bar de Salamanca y ve un futbolín, sabe inmediatamente si es suyo o no. «Así no los hace nadie, con las patas así, con las dos rayas. Es inconfundible». El futbolín de autor está en retroceso. «Quedamos cuatro en España haciendo futbolines. Sam, el número uno haciendo billares en el mundo, que es de Vitoria; otro de Zaragoza, Val; otro de Galicia, que se llama (José) Presas, los dos que había en Murcia ya han desaparecido… Hay otros, pero son muy flojos y no valen nada. Y en la Comunitat Valenciana solo quedo yo. Hay otros que venden, pero fabricantes solo quedo yo».
Atrás, eso sí, quedaron los billares. Cuando los hacía le llegaron encargos muy especiales. Uno quería que la madera fuera la misma del ataúd de Fran Sinatra. A otro que también pidió a la carta, se lo llevó a casa y se quedó boquiabierto al ver el lujo que había, con peceras llenas de langostas y cosas así. Ahora ya, solo futbolines. Y, en concreto, el futbolín valenciano. «Este de aquí en Madrid no lo quieren. Llevan los muñecos de madera. Aquí es el único sitio donde se juega con dos defensas y cinco delanteros. En Barcelona juegan con uno que en vez de patas lleva en medio una especie de peana. Modelo Córdoba que lo llaman. Pero en ese no puedes pasar por debajo…».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 116 (junio 2024) de la revista Plaza
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